Dentro del tornado, en el epicentro. Se lleva todo por delante. No para. Grito. Me arrodillo. Ruego. En vano. Es que no quiere parar. Es que dice que ya no puede. No mide la destrucción? No mide los cambios? No mide. Pongo trabas, muebles en el camino, mientras corro. Corro para que, si me alcanza, sea en otro momento. Corro porque ya entendí. Corro porque soy cobarde. Odio eso. La ciudad, el mundo que había construído, se cayó. Renació, como Tokio, otra ciudad. Auténtica. Pero es que fue de la noche al alba, y no me preparé. Y se llevó todo. El tornado sigue. Que pare. Hoy no, por favor. ¿No alcanza con tirar abajo el muro? Por favor, aunque sea por hoy, que alcance. Pero sigue, con una actitud de calma y de furia. Me va a alcanzar. No se qué hacer. Me agarro la cabeza. Un poco más, solamente. Un poco más para que me de tiempo a agarrar lo esencial. Un poco más, para que tome aire. Me ahogo. Y no hay nadie que me pueda ayudar. Hay manos, por todos lados, que se extienden. Manos que esperan al final. Y para llegar, tengo que pasar por la muerte. Cerrar los ojos, porque temo quedar ciega. Y entonces, quizás al final, me aferre fuerte a las manos. A los brazos. Al cuerpo. Pero me siento diminuta. Pero quiero elegir. Y entonces, sabiendo lo que espera, tomo mi primera decisión... Ahora... ahora sólo quiero esperar atrás de la puerta un poco más.


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